lunes, 17 de mayo de 2010

Un Papa como pocos imaginaban


Cuando el 19 de abril de 2005, Joseph Ratzinger saludaba desde el balcón de la Basílica de San Pedro, entonces ya como Benedicto XVI, muchos no entendieron el aleteo del espíritu. Y es que no son pocas las veces que la comprensión humana escapa de los designios de una Providencia que parece burlarse de los hombres, acostumbrados a pensar que nuestra perspectiva de la realidad es y debe ser la única y absoluta, y que fuera de ella todo es error y falta de sentido común. Pues no. El Espíritu bien sabia, aquel día y hoy, por donde llevar a la barca de la Iglesia.

Ese Papa mayor, de carisma limitado, profundamente teólogo y de gesto adusto esta sorprendiendo a muchos. La visita a Portugal de éstos días sigue estando marcado por la que será la gran cruz de su pontificado, la cruz de la pederastia, de los abusos a menores por parte de miembros ordenados de la Iglesia. Abusos que poco a poco van saliendo a la luz, salpicando medio mundo con historias desgarradoras y dolorosas, con víctimas durante años olvidadas y postergadas por una Iglesia que nada quiso escuchar y que predicaba dando la espalda a sus propios pecados. Pero poco a poco la cosa cambia.

La reinterpretación de la tercera revelación de la Virgen de Fátima que su santidad realizó poco antes de pisar suelo luso no ha sido una escaramuza, ni una estrategia de autocompasión. Esa sotana blanca manchada de sangre, dice Benedicto XVI, es algo más que un anuncio del trágico episodio que vivió el Papa polaco. Se refiere también a la oscuridad, a la ponzoña de la Iglesia. Las palabras del pasado martes eran de nuevo ejemplo de cómo el Santo Padre no tiene miedo a reconocer los pecados de nuestra Iglesia, de cargar con ellos en su espalda octogenaria y pedir perdón. Un perdón sin justificaciones, sin alardes, sin peros... un perdón que nace de la profunda experiencia de no sentirse a la altura y ser consciente del daño cometido.

Benedicto XVI no atenúa la responsabilidad, no habla de estadísticas ni intenta desviar la atención, no calla como muchos miembros de la jerarquía, ni acusa a los medios de disparatar, generalizar o mentir. Simplemente pide perdón. Y de nuevo, tal y como lleva haciendo en los últimos meses, vuelve a reconocer que “el perdón no sustituye a la justicia”. Los culpables han ofendido a Dios y entre Él y ellos queda. Pero mientras, el mal a los hombres tiene sus consecuencias, y deberán soportarlas, civil y canónicamente y es que “las cuestiones éticas y espirituales no son de dominio privado”.

Al que, desde algunos foros, empiezan a llamar el barrendero de Dios hay que reconocerle una enorme honestidad en este asunto. Su santidad está intentado purificar una Iglesia Santa y Salvadora, pues es obra del Padre, pero enormemente pecadora, en cuanto somos los hombres y mujeres de este mundo los que la integramos. Es ejemplo de la contundencia del pontífice la claridad y dureza de las últimas informaciones de la Santa Sede con respecto a Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, a los que mucho camino de calvario les queda por vivir, y por los que mucho hay que pedir.

Yo sigo quedándome maravillado al ver como un hombre así, con los achaques propios de su vejez, no deja de llevar el testimonio de Cristo Resucitado al mundo, no deja resquicio al descanso terrenal, sufre y hace suya la cruz de toda la Iglesia y es consciente, sin titubeos, de que a él le ha tocado, al final de su vida, soportar ese peso. Si Dios no lo vela y lo acompaña sosteniéndolo a su lado, no podría ser así, estoy seguro de ello.

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