viernes, 3 de diciembre de 2010

San Francisco Javier, semilla que sigue dando fruto

Nunca imaginó Francisco Javier que el compartir habitación, en aquel París universitario de 1529, con aquel vasco ya adulto para las letras y arrastrado en su andar, acabaría cambiándole la vida de tal forma que la dedicaría, hasta agotarla, en servir al Dios de la Vida predicando su Buena Nueva en rincones del Mundo cuya existencia seguramente desconocía.

El encuentro con Ignacio de Loyola y esa pregunta que poco a poco fue erosionando la coraza humana del joven navarro – “Francisco, ¿de qué te vale ganar todo el Mundo si con ello pierdes tu alma?”- acabaron por poner a Francisco en las manos de Dios, dejándose contagiar por el mensaje de su Evangelio y enamorándose perdidamente de él. Sin saber donde le llevaría, acompañó a Ignacio de Loyola en ese proyecto que el Señor fue poco a poco gestando en su camino, y junto a él y otros seis compañeros más, consagró su vida a Dios en el seno de una pequeña ilusión, de un pequeño “capricho” que acabó por convertirse en una orden religiosa clave para la historia de la Iglesia Católica y de la humanidad desde entonces: la Compañía de Jesús.

La Providencia quiso que Francisco Javier se embarcara rumbo a las Indias en 1541, desafiando distancias que hoy nos parecerían largas, pero salvables con cierta normalidad, pero que en pleno siglo XVI suponían casi la renuncia a todo lo anteriormente vivido, amen de una prueba de vida que muchos no llegaban a superar

A partir de ese momento su único enlace con sus compañeros europeos serán sus cartas, 137 misivas que retratan a un hombre cuyo celo apostólico asemejaba a un fuego interior que ardía en su pecho, queriendo compartir la experiencia del Dios de Jesús. Dios vivo y misericordioso que le había inundado a él años antes. Su servicio al pie de los enfermos, sus catequesis en plena calle, su austeridad en el vivir, sus cientos de miles de kilómetros recorridos sin otro ánimo que dar a conocer a Dios configuraron su vida. Una vida cuyo eje fundamental podría resumirse en una frase que él mismo repetía incesantemente: “Señor, aquí estoy ¿qué quieres que yo haga? Envíame donde tú quieras.”

Finalmente, a los 46 años moría en una playa frente a las costas de China, que a pesar de intentar no puedo alcanzar. Fue canonizado por Gregorio en 1622, junto con su amigo y maestro, San Ignacio de Loyola y hoy, tres de diciembre, celebra la Iglesia su festividad.

Y también hoy mi oración sube al Cielo como acción de gracias, por todo ello. Por la vida y el ejemplo de todos aquellos que, estando o no, en los altares de la Iglesia, consumieron su vida al servicio de Dios y sus hermanos. Por esa “locura divina” que supuso la Compañía de Jesús, un proyecto de amigos en el Señor al servicio del Evangelio que, en el seno de la Iglesia, trabaja por la construcción del Reino de Dios en todas las realidades cotidianas que nos rodean, con especial encargo de esas fronteras donde otros no quieren o no pueden estar. Y especialmente por S. Francisco Javier, ese gigante de la historia, que fue germen de la Fe que hoy profeso, y cuyo testimonio de entrega al servicio de Dios sigue dando fruto en todo aquel que al conocer su historia, sus renuncias, su conversión y su pasión por el Evangelio, se entusiasma con él. Se ent usiasma con una vida en la que, sea cual sea y este donde este, vaya guiada por Dios, por ese Dios de la Vida que inspira un vivir donde siempre se busca en todo Amar y Servir.


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