jueves, 14 de octubre de 2010

Una manera diferente

Llevo ya casi ocho meses en Sevilla. Ocho meses cruzando el puente de San Telmo varias veces al día y disfrutando de un Guadalquivir en calma que se funde con el horizonte, aderezado en este tiempo otoñal con una fresca brisa que da muestras de que el tiempo va cambiando, y los calores infernales han pasado.

Detenerse en mitad del puente supone contemplar parte del encanto de Sevilla: ver erigirse imponente la Torre del Oro a orillas de un río que juega a colorearse cuando el sol comienza a ocultarse, acompañado, al final de la tarde, por marchas que recuerdan a Sevilla que la pasión de la Semana Santa permanece perenne en el espíritu de una ciudad de fe y tradición.

Aún solo esos paseos diarios sobre las aguas del Guadalquivir dan de por sí para cautivar y ensimismar a aquel que se detiene a gustar y sentir sin prisas, y más en mi caso, teniendo presente mi condición de isleño, pues un río para un canario es algo más imaginario que real.

Hace un par de semanas descubrí otra forma de mirar al río, más allá de cruzarlo a través de los puentes y contemplarlo acompañado de sonidos que evocan pasos, palios y olor a incienso.

La insistencia de una compañera de trabajo consiguió arrastrar al que suscribe y a dos compañeros más a apuntarnos a un curso de remo de dos semanas… toda una experiencia que en un principio se me planteo como simple distracción deportiva, pero que acabó por convertirse en una manera diferente, alternativa y original de relacionarme con el río que tantas veces he cruzado.

Remar no es fácil y menos cuando se debe combinar la fuerza de brazos con el impulso del tren inferior (pues el banco de la embarcación es móvil y debe uno tirar de brazos y propulsar con las piernas), a la vez mirar al frente pero moverse de espaldas sin tener seguridad absoluta de hacia dónde vas, todo ello a apenas diez cm del agua y con la obsesión de que las palas entren y salgan del agua de la manera correcta y sin soltarlas un momento si no quieres caer al agua. Ya digo, remar no es fácil y más cuando la única experiencia de remo que se tiene es la que uno se ha imaginado a partir del desembarco de los piratas protagonistas de la “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson.

Dos semanas de remo han dado para mucho: para disfrutar e iniciarme en la práctica de este desconocido deporte olímpico, y también para frustrarme en mitad del río por apenas moverme o quedarme estancado entre algas y cañas minutos que se hacían interminables; también para ver caer algun desafortunado al agua y sentir miedo al ver, un día de viento, como la embarcación hacía lo que le venía en gana; ha sido un tiempo donde he podido conocer mejor a a mis compañeros de trabajo y compartir con ellos risas y charlas propias de inexpertos y torpes remeros; pero sobre todo ha sido tiempo para disfrutar del río…

Disfrutar del río a solas, deslizándome por su superficie apenas unos centímetros, acompañado de un silencio lleno de vida y de una luz que poco a poco iba apagándose teniendo la suerte de contemplar unos atardeceres diferentes y mágicos en mitad de un peculiar escenario: en mitad del río y rodeado de familias de patos que acostumbrados a los remeros casi rozan la pala. Momentos de concentración que se perdían en pensamientos que acababan por convertirse en oración y acción de gracias casi sin darme cuenta, y que apenas murmuraba por miedo a perder la instantánea que disfrutaba.

Realmente jamás pensé que dos semanas de remo me ayudasen a disfrutar así del río, a conocerlo y vivirlo como muchos sevillanos ni se han plantado, a relacionarme con él de una forma diferente en la que se mezcla deporte y naturaleza, esfuerzo y sosiego, miedo y confianza, silencio y mucha contemplación.

Para repetir sin dudarlo.

Gracias por tu insistencia Mar, antes compi de trabajo, hoy ademas amiga.

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