jueves, 22 de diciembre de 2011

Proclama mi alma la grandeza del Señor (Lc 1, 46-56)

Esta mañana es mañana de ilusiones y sueños. Y es que muchos, tal vez no tantos como quisiéramos, serán los afortunados que hoy estallarán de alegría cuando vean como los niños del Colegio de San Ildefonso cantan con emoción el número de su décimo de lotería agraciado con algún premio, en el mejor de los casos, con el Gordo navideño. Para muchos, entre los que me incluyo, este sorteo extraordinario marca la cuenta atrás para las vacaciones navideñas y la Nochebuena; y es que, esa melodía de número recitados con nerviosismo y sonrisas es clave en la banda sonora del escenario de estos días año tras año.


A María le toco su Gordo particular sin tan siquiera jugarlo ni buscarlo. Seguramente al principio se viera sobrecogida y asustada por todo lo que se le venía encima, pues la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, no deja de ser una mujer, que vivió en su tiempo y por entonces con sus inseguridades, sus miedos y titubeos, a pesar de lanzarse con valentía abrazando ese SI que Dios mismo le pedía.


Al igual que hoy muchos, a lo largo y ancho de nuestro país, cantarán con alegría y celebraran el premio Gordo, María puso voz y letra a su propia dicha, a su propio grito de júbilo, y esa expresión de alegría es la que recoge el Evangelista S. Lucas en la lectura de hoy. El Magníficat.

Mucho se podría comentar de ese alarde de felicidad que inunda a María y que hoy la Iglesia conserva como himno, cantado y rezado a diario en la oración de Vísperas al final de la tarde, una misma oración en todo el mundo que brota del corazón de la propia Iglesia. Dando verdadero sentido universal a ese término Católico que caracteriza nuestra fe.


Pero amén de alegría y expresión de fiesta, el Magníficat es un mensaje de esperanza, de consuelo, de ilusión, que busca los oídos de los preferidos de Dios, esto es, de los pequeños, de aquellos que buscan pero muchas veces no encuentran, de aquellos a los que muchas veces ponemos las cosas más difíciles de lo que son. Es un grito que rasga el paso de la historia para hacernos caer en la cuenta que Dios “enaltece a los humildes y a los hambrientos los colma de bienes”.


Quisiera hoy, como signo de alegría, repetir a María. Como signo de ALEGRÍA, no esa que brota del Gordo de Navidad que pronto cantarán, sino esa alegría perenne que brota del mayor regalo que nos trae la Navidad, que es el nacimiento de un Dios encarnado que nace de mujer, y que apuesta por cada uno de nosotros. Como expresión de júbilo, ante tal regalo, que mejor manera de escenificarlo que rezando, que entonando esta mañana, tan cerca de Nochebuena, ese Magníficat que María pronunció, y que hoy sigue recordándonos y recordando a aquellos que necesitan consuelo.


Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre

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